Charles Bradley en plena actuación
Manfred Werner - Tsui editada con licencia CC BY-SA 3.0

Charles Bradley, cuando la vida sonríe tarde

Bien Hecho
Las injusticias se producen día a día, siendo de toda índole, apareciendo en cualquier ámbito. Sin embargo, a veces, la vida sonríe. Más pronto, a su tiempo o tarde. Charles Bradley lo sabe bien. Cuando parecía que nada cambiaría, todo cambió.

La vida nunca lo trató demasiado bien. Charles Bradley, nacido el 5 de noviembre de 1948 en la ciudad de Gainesville, localizada en el estado de Florida, fue abandonado por su madre nada más nacer. Con meses de vida, su abuela materna tuvo que hacerse cargo de él como si de un hijo se tratase, criándolo como una madre y sacándolo adelante. Pero aquello no duró demasiado. Con 8 años cumplidos, su madre entró de nuevo en escena. Lo hizo para darle una nueva vida en otra ciudad, Nueva York, que desgraciadamente no se antojaba mejor para él.

En el barrio de Brooklyn, donde se establecieron, comenzaron a vivir en una humilde y desvencijada casa. Bradley, de hecho, tenía su habitación en un oscuro sótano que por suelo solamente tenía tierra. Aquellas malas condiciones no eran vida y con catorce años protagonizó un acto de rebeldía. Se escapó de la vivienda y se lanzó a la calle. En ella vivió durante el día y en los vagones del metro durmió durante las noches. Esos ambientes fueron su hogar durante dos años en los que se ganó la vida conforme pudo, mendigando, sin nadie que se hiciese cargo de él.

El descubrimiento de James Brown

Seguramente, en esos largos paseos sin rumbo, en esas perturbadoras noches en el metro de la ciudad que nunca duerme, recordaba el episodio que poco tiempo antes había tenido lugar y que tanto marcaría su vida, aunque fuese en su último tramo. Porque antes de marcharse, su hermana lo llevó al famoso Apollo Theater de Harlem. Era 1962 y Charles Bradley pudo ver al que se convertiría en su ídolo, James Brown. No había momento más intenso, más ferviente. Se daba la lucha por los derechos civiles, por desterrar el racismo de la sociedad, y las actuaciones del cantante de Carolina del Sur eran en cierto modo una insumisión.

James Brown actuando

Desde aquel momento, el rey del funk estuvo presente en su vida. Lo imitaba de adolescente, en sus escasos momentos de intimidad, y no dejaba de pensar en su magia. E incluso ya de adulto, mientras trabajaba de cocinero. Entonces fue cuando una chispa saltaría para arder décadas más tarde. Uno de sus compañeros le dijo que se parecía a James Brown y lo invitó a cantar como él. Y cantó.

Pese a reticencias iniciales, pasó por encima de su miedo escénico y se puso en la piel del genio musical. Sería un primer paso que lo llevaría a actuar unas cuantas veces junto a una banda, hasta que sus integrantes marcharon a la guerra de Vietnam para nunca más volverse a encontrar. Recorrió Estados Unidos de este a oeste haciendo autoestop, vivió en Seattle, pasó por Canadá y más tarde Alaska, hasta que finalmente se instaló en California en el año 1977. Y allí, de nuevo, los trabajos esporádicos serían su principal medio de vida a lo largo de dos décadas.

El momento en el que todo, aunque tarde, cambió

Sería en 1996 cuando todo comenzó a cambiar. Su madre quería volver a verlo, saber cómo estaba y volvió a Brooklyn. De nuevo en el barrio en el que pasó su adolescencia, continuó con el pluriempleo y añadió a sus quehaceres laborales una nueva faceta que a él le encantaba: la de imitador de James Brown. Bajo el nombre de Black Velvet, imitó al gran músico en clubes de toda índole durante largas temporadas a pesar de incontables problemas. Desde estar a punto de morir por una reacción alérgica a la penicilina, a observar la terrible escena del asesinato de su propio hermano.

Sin embargo, pese a tantas penurias, no dejó de procurar vivir de la mejor manera posible. Hasta que, ahora sí, su vida dio un giro de ciento ochenta grados. Un amigo estuvo convenciéndole para que mostrase una de sus actuaciones a un sello discográfico, Daptone Records, y así lo hizo. El VHS que les facilitó, una vez visionado, le valió un contrato como corista. El trabajo le procuró unos ingresos fijos, un justo reconocimiento de su talento y la gran oportunidad que, en 2011, finalmente le llegaría. Convertirse en cantante.

Charles Bradley sobre el escenario© Jörgens.mi editada con licencia CC BY-SA 3.0

Con 63 años, Charles Bradley debutó en la música con el álbum No Time for Dreaming, con el que fue gratamente recibido. Había mucho en él de James Brown como es natural, tras tantos años imitándole, pero se advertía su notable talento. Le siguió Victim of Love en 2013 con ese emocionante soul, en el que despuntó de una forma inconmensurable y dejaba atrás la sombra de haber sido el imitador profesional de otro cantante. Y en 2016, con nada más y nada menos que 67 años a la espalda, el de Gainesville publicaba su tercer álbum, Changes, en el que da un paso adelante haciendo una música muy actual sin salirse de su particular estilo.

Bradley, para bien y para mal, es ejemplo de paciencia e injusticia. Pese a su talento, su poder de superación y sus ganas, no superó la situación de vivir al día hasta que cumplió una edad en la que parecía que nada iba a cambiar. Es triste y tremendamente injusto que el sueño de toda una vida llegue entonces. Es triste y tremendamente injusto, también, que nunca antes el destino o el azar le brindaran una buena oportunidad que le permitiese escapar de su situación. Debe vivirse con ello, con el convencimiento de que uno por sí mismo no siempre puede cambiar las cosas, el devenir. Pero también con que, en algún momento, puede llegar una recompensa acorde a los esfuerzos invertidos. Aunque sea tarde.

Toni Castillo
Toni Castillo

La curiosidad a veces me pierde y la inquietud hace que me embarre. Pero sin la una y la otra no sería lo que soy. Me gusta lo sencillo, lo simple, tener respuestas y, si no las encuentro, sacar enseñanzas. Levantarse si se cae. Andar y no parar. Sin la tecnología no sería nadie, pero sin un pedazo de papel y un lápiz me encuentro perdido. De ciudad, pero de campo. De mar, pero de montaña. Hedonista de las pequeñas —y a veces grandes— cosas. Definirse no es sencillo, pero al menos lo he intentado.